EL ANCIANO DEL PUENTE


Un buen día un amigo me dijo:
-          Ven, acompáñame. No te arrepentirás.

Me lo pensé. Hacía tiempo que me convenía ir a otro lugar. Sentía que sí, que tenía que ir, que había llegado el momento de partir de aquella ciudad.
-          Espérame, voy contigo.

Caminamos unidos, día y noche. Hicimos algunas paradas, en preciosos albergues. Cada día nos alejábamos más de lo que fue nuestro hogar. Era interesante sentir, que la novedad estaba por descubrir. Me alegré. Me sentí dichoso por poder caminar junto a mi amigo. Confié.

Cuando estábamos a medio camino, me giré para mirar lo mucho que dejábamos atrás. Era hermoso, interesante, frágil pero también fuerte.
Entonces mi amigo me preguntó:
-          ¿Quieres volver…?

Me lo pensé.
-          Volver volvería, pero si volver significa no poderme mover de allí, no vuelvo, prefiero seguir viajando contigo – le contesté.
Entonces mi amigo me dijo:
-          Pero no sé si sabes que este viaje tiene un precio.
-          ¿Cómo…? – me asombré – no lo sabía. ¿Cuánto vale…? ¿Qué cuesta…? No sé si tendré para pagarlo – le comenté bastante asustado, pues no me esperaba aquello.
-          Seguro que tienes lo que necesitas, si no fuera así, no hubieras aceptado acompañarme. Mira… - me señaló – estamos llegando.
Desde donde nos hallábamos podía distinguirse un Puente Enorme que cruzaba de parte a parte, uniendo dos mundos equidistantes. Al pie de la entrada del Puente se encontraba un Señor muy mayor que nos estaba esperando. Mientras observaba como nos acercábamos, se acariciaba la impoluta barba blanca.
-          Hola!!! – nos saludó amable - ¿Queréis cruzar…?
-          Sí, claro – contestamos ambos.
-          De acuerdo.
Entonces me miró y me dijo:
-          Son tres mil euros – y se dispuso a preparar la factura.
Me quedé atónito. Mi amigo me miró, esperando que fuera yo quien abonara la cuenta. Me lo pensé. No entendía muy bien donde me estaba metiendo. Para cerciorarme si estaba en lo cierto y deseaba continuar, me centré en observar lo que había más allá de aquel peaje. Pude distinguir un mar en calma. Un lugar alegre en el que aprender a vivir de un modo desconocido para mí. También pude ver una casa construida con mis propias manos, que ofrecía a quien la quisiera compartir. Y mirando todo ello, sólo podía sentir una inmensa fuerza que me hacía sonreír.
-          ¿Tres mil euros cuesta mi felicidad? – pregunté – si es así, es muy barato. Acepto.
-          Sí, pero un momento… tendrías que darme también esa maleta – me dijo el anciano aduanero, señalándome el equipaje en el que había guardado todos mis recuerdos.
-          ¿Cómo…? ¿Pero esto es mío…? – dije mirando a mi amigo, quien no parecía tener que pagar nada.
El Anciano del Puente me extendió la mano, exigiéndome la maleta.
Me lo pensé. Estaba repleta de etapas de mi vida, de episodios de noches y días de mal tragos y desdichas. Estaba llena de fracasos, odios y avaricias. Estaba colmada de decenas de días de llantos e inmundicia.
-          Es cierto – concluí - ¿Para qué quiero esto…?
Así, se la ofrecí al Anciano, mientras mi amigo me recordaba que tenía aun que abonar tres mil euros.
Vacié mis bolsillos, mis tarjetas de crédito, mis ahorros, mis réditos, hasta que reuní dos mil cuatrocientos euros, esa era toda mi riqueza. Me faltaban seis cientos euros.
-          Aquí falta dinero – me corroboró el aduanero, extendiendo su mano en señal de que no iba a pasarlo por alto.
Miré a mi amigo suplicándole que me los prestara, al fin y al cabo él no estaba contribuyendo con nada. Me lo negó.
-          No tengo ni un solo céntimo – me enseñó los bolsillos vacíos – además quien tiene que pagar no soy yo.
Entonces el aduanero volvió a intervenir:
-          Puedes limpiar los baños de la Estación, recoger las basuras del Pabellón, pintar las paredes del Almacén, dar de comer a los caballos del Rancho de Miguel y repartir las cartas de los vecinos del Pueblo de San Gabriel. Si lo haces te daré seiscientos euros.
Me lo pensé. Si hacía lo que me decía podría cruzar aquel Puente de una vez. Sería una dura jornada de trabajo, pero era la única solución a aquel obstáculo.
-          De acuerdo, cuenta con ello. ¿Cuándo empiezo?
-          Ahora mismo.

Limpié los lavabos, fregué baldosas, suelo y sanitarios. Pinté de blanco las paredes del Almacén. Vacié uno a uno los cubos de basura de las instalaciones del Pabellón. Di de comer a los veinte caballos de Miguel y repartí el correo a todos los vecinos de San Gabriel. Acabé agotado, pero firme y convencido de que había hecho lo que tenía que hacer. Sin pensármelo, fui a por mi dinero.
-          Aquí tienes – me dijo el Anciano, extendiéndome los seiscientos euros.
Reuní los tres mil euros y se los entregué orgulloso por poderlos dar.
-          ¿Ahora puedo pasar…? – pregunté algo acobardado por si me ponía otra condición.
-          Un momento!!! – me detuvo mientras me temía lo peor - ¿Qué buscas más allá de esta frontera…? ¿Por qué la quieres cruzar…? – me interrogó como si le interesara mucho mi respuesta.
-          Bueno… pues no sé… - balbuceé.
Me lo pensé. Cuando miré atrás vi la hermosura de lo abandonado, lo interesante de lo conseguido, lo frágil de lo sentido y lo fuerte de lo vencido. Entonces supe el motivo.
-          Quiero conocerme mejor. Allí se me había acabado el camino. Necesito traspasar la frontera de ese mundo para seguir sintiéndome vivo – le confesé.
-          Ah!!! Si lo hubieras dicho antes… Ese viaje es gratis – sentenció el Anciano del Puente, guardándose la maleta y el dinero.
-          Pero… no entiendo… ¿Por qué me has pedido el dinero y mis recuerdos? ¿Por qué me has hecho creer que el viaje tenía un peaje?
Entonces mi amigo me miró a los ojos. Sujetó mi mano y avanzó. Cruzamos unidos la frontera y parados ante la belleza de ese nuevo mundo, me respondió:
-          Debías descubrir por ti mismo, que eran reales tus sentimientos. Que pese al coste del camino, lo nuevo era más valioso y poderoso que lo conocido y que pese a que hubieran obstáculos, sabrías por ti mismo resolverlos. Conseguiste el dinero. Entregaste todo lo que tenías. Te quedaste sin nada. Sólo así sabrías que tu intención era más fuerte que nada. Sólo así la vida, abriría la frontera que te separaba de una nueva vida, para que cruzaras. Yo sólo fui tu guía, tu impulso y tu autoestima. ¿Continuamos…? – me pregunto implacable con un gran halo de luz en sus ojos.
-          Claro, continuamos. Gracias, eres un gran amigo…
El Anciano del Puente sonreía mientras observaba a los amigos caminar hacia la consecución de sus sueños, con coraje y valentía, como sólo lo hacían los que caminaban de verdad, cuando ya se habían desprendido del ignorante y del holgazán.
Cogió la maleta y los tres mil euros y los lanzó al fuego. El Puente se iluminó avisando a todos de que alguien lo consiguió.

Joanna Escuder
16 de Octubre de 2015