LAS EDADES QUE TRANSITAMOS


Eritrea, se encontraba huérfana de vida, pues estaba agotada de tantos y tantos siglos de cosechas y vendimias. Hasta tal punto que sus tierras dejaron de ofrecer frutos y sus habitantes, poco a poco comenzaron a caer enfermos por la falta de vida y alimento. Sólo si alguien se atreviese a cruzar el Mar Rojo, podrían saber si podrían tener otra oportunidad. El mensaje fue que nadie tuviera más hijos, pues los hijos necesitaban para comer y ya no había para todos.
En una pequeña alcoba la joven Irna mecía a su recién nacido, que dormía apaciblemente en su cuna. Lo mecía y le cantaba para que algún día se acordara, de todo lo que había yacido en la cueva que su corazón ocultaba y que ella misma había creado para su noble propósito.
La joven permanecía oculta y en silencio para que nadie supiera que había parido, pues temía que los más moribundos mataran a su hijo. El padre siquiera sabía que lo era, pues Irna no se fiaba de él.
El bebé ajeno a la dulce voz de su joven madre, parecía no saber que en brazos de aquella mujer podría convertir su Ser en puro arte, sólo si de anciano se dispusiera a penetrar en la oculta cueva que guardaba su corazón donde se escondía la única verdad. Pero para ello tendría que tomar muchas decisiones, entre ellas decidirse a cruzar el Mar Rojo, las únicas aguas que lo separaban y le ponían límites a lo desconocido.
El bebé fue creciendo. Se fue haciendo mayor. Cuando ya caminaba y cogido de la mano podía ir de paseo con su madre. Un buen día, una ardilla se acercó, le rozó su mano y el niño sin pensárselo la acarició. La madre sorprendida por la caricia que el niño le diera a la ardilla - pese a ser un animal desconocido para el pequeño - le animó a que estableciera con el roedor una conversación. El niño que sólo decía cuatro palabras y las demás únicamente las balbuceaba, lo intentó. Así por vez primera el niño y la ardilla se comunicaron como nunca nadie antes lo hiciera. Sólo la madre sabía quién se escondía tras el disfraz de ardilla.
Al cabo del tiempo el niño que ya nadaba sólo, paseó con su madre por la playa cercana a la casa. En un momento dado el niño se metió en el agua, a lo que se acercó un gracioso delfín con hocico sonriente. La madre, de nuevo invitó a su hijo a que hablara con el cetáceo, así el hijo lo hizo y por primera vez se estableció contacto entre el niño y el delfín. Sólo la madre supo qué fue lo que se dijeron, pues sólo ella sabía quién se ocultaba bajo el gracioso aspecto de pescado.
Mucho tiempo después Irai ya jugaba sólo, así algunos días, patinaba, otros, cantaba, otros subía en bicicleta y otros muchos, los que más, ideaba estrategias que lo convertían en un incansable joven con grandes y valiosas intenciones. Hacía tiempo que se sentía desolado por ver como su pueblo agotaba sus recursos internos, sucumbiendo al dolor del corazón. Hubiera deseado salvarlos a todos.
Mientras una mañana el joven estudiaba una estrategia para trasladar a la población entera de una costa a la otra, de aquel gran continente en el que vivía, se le acercó un lagarto. Aquel día la madre lo observaba desde la ventana más alta de la casa, a aquella edad ya no podía estar con su hijo, ni siquiera intervenir en como dirigía su destino. Ella le había enseñado a establecer comunicación con toda vida alrededor, de este modo su hijo no se lo pensó y como siempre hizo, estableció contacto con el lagarto que parecía muy interesado en los cálculos que el muchacho estaba haciendo.
-          ¿conoces bien las matemáticas, la física y la química… por lo que veo? – le preguntó con admiración.
-          Si, las conozco, pero todavía no he encontrado una solución a este problema, estoy pensando.
-          ¿Puedo ayudarte…? – le sugirió.
-          Pues no sé, ¿tienes alguna idea? La materia prima, en esta orilla se está agotando. Si seguimos aquí anclados moriremos de inanición. He realizado varios estudios sobre las posibilidades de continuar aquí, pero son inviables. No queda más remedio que partir. Cuando oteo el horizonte puedo distinguir aquella otra orilla. No sé qué hay allí, pero creo que se tiene que correr el riesgo e ir a por ello. El problema yace en qué no existen los medios, o al menos yo no los encuentro.
-          Sí, claro, tengo una idea – dijo con actitud muy segura el reptil -. Yo construiría un barco, subiría a todos los pasajeros, buscaría un hábil marinero para que condujera el transatlántico, los llevaría a todos al otro lado y los desembarcaría para dejarlos allí abandonados, a su suerte, a ver de qué son capaces. Es muy fácil – aclaró con total frialdad, como si lo que proponía fuera algo que no se pudiera rebatir.
-          Creo que te has dejado muchas cosas en el tintero. No tenemos materiales para construir un barco tan grande. No le hemos comunicado a los habitantes de esta orilla el problema, tienen que conocerlo y decidir por ellos mismos. No sabemos que hay en ese otro lado y no hemos calculado qué sucederá cuando todos lleguemos allí – se explicó el muchacho sensiblemente preocupado por aquella drástica propuesta del lagarto.
-          Creo que te equivocas. Los materiales te los puedo proporcionar yo, tengo hombres suficientes que cortaran árboles y con ellos harán los tablones para hacer el casco del barco. Tú no tienes siquiera que convencerlos para que lo construyan. De convencerlos también me ocupo yo. Dispongo de suficientes argumentos guardados en la manga. Verás cómo al final todos te lo agradecerán. En cuanto a lo que hay en el otro lado ni te preocupes, enviaré a algunos hombres para que hagan una intrusión y nos expliquen qué posibilidades hay en esa orilla de encontrar una nueva vida.
-          Pero… ¿cómo vas a hacer eso y si no vuelven? ¿Y si es peligroso? ¿Devastarás toda la selva tropical, para obtener toda esa madera? – se sorprendió el muchacho con muy pocas artes para la estrategia.
-          Estupideces. Construiremos la nave, la flotaremos y se arriesgarán para conocer que nos aguarda en aquel lugar – sentenció el lagarto.
-          ¿Quieres decir que arriesgarás la vida de esos hombres, sin más?
-          Sí, claro, para eso están. Les prometeré grandes territorios que gobernar. Baúles de oro para construir sus propios palacios en ese otro lugar. Aceptarán sin dudar.
-          ¿Tú irás con ellos…?
-          Nooooo, claro que no, yo sólo dirigiré la expedición, si yo muero el primero, morirá conmigo el pionero. Eso no lo puedo permitir. Tengo que estar vivo para mandar y dirigir, no ves que ellos no saben hacerlo. Si se equivocan no quieren aceptar su responsabilidad. Yo me aprovecho de ello. Así me culpan a mí por dirigir mal y a cambio yo hago con ellos lo que quiero y todo contentos.
-          Pero no puedes hacer eso… es una locura, pones en riesgo toda la aventura. El pionero es el que va, no el que se queda aunque sea quien tuvo la idea. No puedes manipular de ese modo. No estoy de acuerdo.
-          No importa lo que tú sientas muchacho. Si esto no funciona, descubriremos otra estrategia –le garantizó el reptiliano -. Niño… añadir… que estás muy inmaduro para encargarte de esto. Déjamelo a mí – le ordenó el lagarto.
-          Pero… entonces… ¿te da igual que mueran…? ¿te da igual la gente que tiene que cruzar al otro lado…? Serán ellos quienes te mostrarán lo mejor que saben hacer. Serán ellos quienes levantarán la ciudad en la que todos viviremos. Serán ellos quienes dotarán de fuerza y humanidad todo lo que toquen con sus experiencias. Serán ellos los que en verdad crearán unidos una nueva forma de vida. Y tú los tratas como si fueran basura. No pienso colaborar contigo en esta patraña.
-          Te preocupas demasiado por nada. Anda… deja de decir tonterías… dime… ¿estás de acuerdo…? ¿Quieres el material y construyes el barco para navegar…? – le preguntó el lagarto, obviando sus razonamientos.
El joven se quedó pensativo, enfadado por aquel encuentro con el lagarto. Buscó a su madre, quien era su motor. Miró hacia la ventana pero ya no la vio. Se asustó, estaba solo ante aquella decisión. No sabía qué hacer. Si aceptaba podría descubrir algo novedoso y digno de vivir, que daría un vuelco al mundo que conocía. Si lo negaba se quedaría estancado de por vida. Todo sería lo mismo, nada se movería, lo abrumaría la desidia y la monotonía. Morirían todos habiendo agotado una tierra que se había tornado infértil. No había ninguna otra salida. Pero la estrategia del lagarto no le gustaba. Por otra parte, era la solución más fácil. Si aceptaba, tendría que creer en los milagros y que cuando los hombres del reptiliano se avanzaran, todo sería para bien. Ahora, sólo quedaría saber qué opinaban los habitantes de Eritrea, la población anclada y con cadenas a quien se le agotaba la vida terrenal, por más agua con la que quisieran regar sus tierras. ¿Estarían de acuerdo en hacer la travesía?. Se dispondría a convencerlos, mientras entre los convencidos construirían la nave que los llevaría a ese otro mundo.
A los pocos días, la orilla estaba llena de tablones de madera, perfectamente cortados y con finos acabados, listos para ser utilizados para construir el casco del barco. Algunos transeúntes se acercaron a curiosear, no entendían qué hacía allí toda aquella madera y quien la había dejado.
El joven Irai aún no había tomado una decisión clara, cuando se enteró, de que los tablones ya estaban listos para comenzar a hacer el barco. Siquiera había podido explicarle a los eritreos el grave problema que estaban teniendo. El lagarto, se había tomado la libertad de ir haciendo, mientras provocaba que aquello que deseaba se cumpliera. Al dejar los tablones en la orilla, el rumor de que algo ocurría se extendió por doquier. Una gran algarabía se produjo.
Irai comenzaba a tenerlo todo claro. Se sentía adulto y desde su adultez, actuaría.
Habían pasados algunos lustros cuando una pequeña niña, de piel morena, ojos negros y risueños, le preguntó a su padre como habían llegado hasta ese puerto en el que vivían ahora todos. El padre, sonrió a su niña al tiempo que labraba una tierra negra y fértil como nadie antes había tenido. Las jornadas eran duras y estaban agotados todos por tanto y tanto trabajo, pero sabían que valía la pena. Las semillas daban sus frutos y los frutos eran bien recibidos por todos los que se encargaron de cultivarlos durante años.
Así el padre, sin dejar de cavar para plantar pequeñas semillas de una fruta desconocida, le comentó a la inocente Iria:
-          Un buen día encontré en una playa unos troncos que me sirvieron para construir un barco enorme, donde todos sus ocupantes podríamos viajar hasta esta otra orilla, tal y como me aseguró un desconocido. El riesgo era muy grande, pues podríamos perecer en el viaje, podríamos morirnos de hambre y podríamos fracasar. No obstante aquel desconocido me envió a muchos trabajadores activos, que estaban deseando embarcarse para ir en busca de algo muy grande. Como no estuve de acuerdo, recordé algo que me enseñó mi madre y quise ponerlo en práctica.
-          ¿Qué fue lo que hiciste, Papi…? – preguntó la pequeña entusiasmada por la historia que le narraba su progenitor, quien para ella era el más grande de los hombres.
-          Pues regresé al camino por el que de pequeño paseaba con mi madre cuando aprendí a caminar. Allí llamé a una preciosa ardilla que acudió tan pronto la nombré. Juntos balbuceamos palabras inteligibles, como habíamos hecho en el ayer, pues tras el disfraz de ardilla, se hallaba una ilustre luz que conocía muy bien los caminos que guardo en mi corazón, por si alguna vez me decido a volver. Me los mostró todos. Me impregné de mi propósito y así decidí lo que tenía que hacer.
-          Papi, ¿cómo se llama tu amiga la ardilla…?
-          Se llama rumbo, dirección, camino, propósito y misión.
-          ¿Puedo conocerla…?
-          Claro hija, iré contigo a verla – le aseguró.
-          ¿Qué ocurrió más, Papi…?
-          Recordé que en la infancia paseando por la playa con mi madre, me metí en el agua y allí apareció un delfín sonriente que quería decirme algo. Así que acudí de nuevo allí. Me metí en el agua y llamé al delfín. Rápido acudió con su compañero de viaje y me dijo que si quería él podría ayudarme. Le dije que sí, que me iría muy bien su sabiduría.
-          ¿Cómo se llamaba el delfín, Papi…?
-          Se llamaba intención, ilusión y motivación, se llamaba también sueño y pasión.
-          Qué bonito Papi… ¿Puedo conocer al delfín? – preguntó como si tuviera alguna duda.
-          Claro que sí. Te lo presentaré.
-          ¿Y qué ocurrió después…?
-          Pues que no me quedó más remedio que acudir a hablar con el desconocido. Se trataba de un lagarto que pretendía ser mi amigo. Pero sus intenciones no eran las mías y quería ponerse medallas y banderas. Medallas por tener buenas ideas y banderas para sentirse el conquistador de las nuevas tierras. Me negué. No quise escucharle. Decidí embarcarme, sólo en mi propia nave. Quizás si yo salía victorioso podría mostrarles al resto que también lo podían hacer solos. Así que llamé a la ardilla, cogimos la dirección correcta. Llamé al delfín, quien me dotó de intención y motivación. Llamé al lagarto y le pedí que me acompañara.
-          ¿Qué te contestó, Papi…?
-          Me dijo que no. Que fuera yo. Que él se quedaría a cuidar del poblado, que se haría cargo de sus destinos y que para cuando yo regresara, de mí todos ellos, ya se habrían olvidado, pues estarían muertos.
-          Pero por qué iban a estarlo. Por qué el lagarto no confía en los individuos Papi… por qué cree que morirán y que no encontrarán los medios por sí mismos, igual que tú los encontraste…?
-          Pues porque si el lagarto creyera eso, se le acabaría su forma de ser y pensar, dejaría de tener sentido su realidad de vida, él sólo quiere dominar y esclavizar. Enfrentarte a él es enfrentarte a la adultez. Cuando decides por ti mismo, y dejas de obedecer a quién te intenta manipular por su propio bien, abandonas la juventud y haciéndote adulto puedes saber que existe el rumbo y que no hay que temer cruzar la orilla en busca de tus sueños.
-          ¿Qué ocurrió con el resto de habitantes de Eritrea…?
-          Algunos aún están allí, luchando con sus propios miedos. Otros ya han muerto y todos estos, nuestros vecinos, eran moribundos que encontraron el camino por sí mismos.
-          ¿Y el lagarto…?
-          Él es un cobarde que nunca zarpará y que en su desidia y falta de valentía, dejará que te mueras de hambre. Si caes en sus garras y sucumbes a su deseo, viajará en el barco hecho de esclavos, zarpará mar adentro, llegará a la otra orilla y se abanderará como capitán, para seguir esclavizando, pues el lagarto nunca hace nada por sí mismo.
-          ¿Entonces nunca puede ser tu amigo…?
-          Si, lo es si lo aceptas como es. Si no te dejas convencer. Si te haces valer. Entonces lo sabrá. Reconocerá tu poder personal y nunca más lo intentará, pues entonces sabrá que nunca logrará utilizarte a placer.
-          ¿Por qué lo hace Papi…?
-          Porque él es así, forma parte de la vida de los habitantes de Eritrea, es uno más, pero no lo es todo, como nos quiere hacer creer.
Estaba el sol poniéndose, cuando Irai, tras descansar de su dura jornada de trabajo se dispuso a dar un paseo. Se adentró en el desierto que encontró más allá del oasis que habían descubierto. Caminó un buen rato observando cómo se producía el ocaso. De repente, escuchó a alguien que decía su nombre. Se giró era el lagarto. Se detuvo. Lo miró. Se preguntó cómo había llegado hasta allí. Recordó los tablones y el barco y entonces lo supo. Supo que el lagarto había conseguido convencer a todo el mundo para que construyeran el barco y cruzar el Mar Rojo.
-          Lo conseguiste, amigo… - le dijo Irai con voz resignada.
-          ¿Puedo hacerte compañía…? – le pidió el reptiliano.
-          Sí, claro. Veo que de ti no puedo librarme.
-          ¿Tienes motivos…? Formo parte de toda tu arte.
-          Creo que no estás en mis artes.
-          Si yo no hubiera intervenido, tú todavía estarías indeciso. Mandé cortar los tablones. Escampé el rumor de muerte. Provoqué la indecisión y las ganas de elegir entre vida y muerte. Conseguí que cruzaran el Mar Rojo, todos mis hombres. Te buscaron y te vieron feliz en este nuevo horizonte. Regresaron y nos contaron a todos los que habías conseguido y gracias a ello construyeron el barco que hasta aquí los trajo. Gracias a que decidiste correr el riesgo tú solo, muchos estamos hoy aquí.
Irai estaba sorprendido, él se había sumergido en su propósito y destino, sin pensar en nada más, habiéndose perdido todo lo que provocaba en el resto de sus vecinos. Su sueño había sido cruzar, ir en busca de su ilusión y apasionarse con amor. Aceptó al lagarto en su vida, nunca desaparecería, formaba parte del todo. Se despidió de él y se fue.
Cuando Irai regresó al nuevo campamento, supo que tras aquel gesto, la madurez lo había acogido en su regazo. Se sintió algo cansado para continuar labrando, quiso disponerse a elaborar escritos en los que poder narrar todo lo aprendido. Su hija Iria había ido creciendo. Hasta que un buen día se presentó con un lagarto como compañero. Irai tuvo un sobresalto. No pudo evitar desconfiar en si aquel lagarto pudiera engatusar o no a su pequeña. La joven estaba espléndida, feliz ante la propuesta que su compañero lagarto le hiciera. Irai la observaba desde la más elevada ventana. No podía hacer nada. Miraba y miraba como su hija avanzaba y dudaba en las cosas de la vida. No podía intervenir. No podía hacer nada, ella tenía que convertirse en adulta a través de su propia experiencia.
De repente, mientras miraba se cruzó por última vez con su mirada. Ella se perdió entre las situaciones que se fraguaban y mientras seguía observándola, se dio cuenta de que cuando su hija lo buscaba en la ventana, él ya no estaba. Entonces recordó idéntica secuencia. Recordó que en un momento de duda y desesperación, él de joven también buscó a su madre en la ventana pero no la vio.
Entonces lo comprendió todo. Supo la solución.
Habían pasado varios lustros. Montones de libros explicaban su historia, se sentía viejo pero también libre de luchas. Podía respirar y sentir al mundo entero sin temer que nada de lo que en ese mundo habitaba fuera una amenaza. Cogió sus propios libros y los leyó. Hizo memoria de todo su paso. Con una pluma muy especial, señaló lo relevante y tachó lo irrelevante. Con esa misma pluma, reescribió, aquellas historias que quedaron inacabadas. Con la pluma en la mano, corrigió episodios que fueron falsamente interpretados, redactó todo lo que en su momento quedó oculto a su visión, pero en cambio existió. Rehízo toda su biblioteca. Y cuando la tuvo impoluta, lo supo, había llegado el momento de compartir toda su sabiduría con el Universo.
Era anciano, enjuto y encorvado, pero al mismo tiempo era docto y sabio. Una voz muy alegre le llamó por su nombre:
-          Hola abuelo Irai!!!
Era su nieta Irina quién lo saludaba, acudía acompañada de decenas de amigos, que sin más se dispusieron a tomar asiento alrededor de la lumbre que el abuelo había encendido en medio de aquel inmenso bosque de cedros.
Un silencio lo invadía todos, bebés, niños, jóvenes, adultos, maduros y viejos, se acercaron a escuchar la historia que de labios de aquel anciano se iba a pronunciar. Una luz verde esmeralda cubrió el Cielo, todos sabían que se trataba de Irna.
Entonces el abuelo exclamó:

-          Hola madre, espérame, ahora vengo, he encontrado la cueva, voy en tu busca, en cuanto acabe de leerle a todos mi mágica aventura.

Joanna Escuder